Parmigiano

22 febrero 2012

Generalmente cuando hablamos de un lugar solemos empezar contando lo que hemos visitado, los sentimientos que ha despertado en nosotros, cosas que nos han llamado la atención o si hacía frío o calor. Por norma acostumbramos a dejar de lado el medio gracias al cual hemos conseguido llegar a nuestro destino, cosa bastante lógica por la falta de interés del mismo o lo poco que puede decorar nuestra historia. Sin embargo, en contadas ocasiones como la que sigue, el viaje en sí puede ser más emocionante que cualquier otra anécdota.

Tras casi una hora de retraso, hambrientos y parcialmente congelados, parecía que por fin entrábamos en la estación de Parma. Nos dirigimos hacia las puertas del vagón. Cuando el tren se detuvo por fin, tiramos decididos de la manivela que debía dar paso a la libertad. La realidad fue muy distinta; pese a la insistencia y el esfuerzo las puertas no se abrían. Corrimos al otro extremo con el mismo resultado. Empezaba a sentirme en una ratonera cuando uno de nuestros acompañantes bajo la ventanilla para pedir auxilio, aunque este nunca llegaría. Con el tren a punto de partir y después de haber esperado tanto no quedaba otra opción, saqué el cuerpo por la ventanilla, me agarré al techo y salté fuera, aterrizando con cierta fortuna en el andén y reponiéndome rápido para ayudar a bajar a mi hermano y otros dos señores que se encontraban en nuestra misma situación; y todo eso cuando el silbato que reanudaba la marcha estaba próximo a sonar. No puedo negar que a toro pasado la descarga momentánea de adrenalina hasta nos supo bien.  

Estatua de Garibaldi en PArma
Estatua de Garibaldi en la plaza principal de Parma

Repusimos fuerzas a base de focaccia y panini antes de encararnos a la estatua de Garibaldi, con la nieve cayendo, aprovechando de paso la ocasión, cual parmesano recién rallado. Callejeamos un poco por el centro histórico y nos sumergimos en la catedral, apreciando previamente su rosáceo baptisterio y su campanario, bien cubierto de andamios (no olvidemos que estamos en Italia), que estaba en restauración tras el incendio que sufrió hace unos años a causa de una tormenta eléctrica.

Parece que pese al sosegado ambiente que reinaba en la ciudad, con las calles prácticamente desiertas gracias a las inclemencias meteorológicas, no era lo bastante sereno para nosotros, por lo que nos dimos un paseo por el monasterio anexo a la iglesia de San Juan Evangelista, emplazado justo detrás de la catedral. En su interior lo más destacable es la antigua especiería o farmacia de la congregación, que conserva su interior como antaño.

La catedral de Parma
La catedral parmesana

Para terminar caminamos por el patio de lo que la guerra dejó del Palacio de la Pelota, hogar durante décadas de la familia Farnesio. La historia de su denominación no deja de ser curiosa y algo tenemos que ver, pues fue llamado de esta forma tras ver a los españoles practicar entre sus muros el juego del mismo nombre. Atravesamos sus arcos y llegamos al río. Como colofón, una mirada eterna y reflexiva al Po en su albino discurrir hacia el Adriático.

Palacio de la Pelota en Parma
Palacio de la Pelota

El río Po congelado en Parma
El río Po congelado en Parma 

El baptisterio románico de Parma
El baptisterio románico de Parma

Entrada al palacio de la Pelota en Parma


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