Shirakawa-go, tradición bajo la nieve

15 enero 2013

La época invernal en la Alcarria, con permiso de pueblos y serranía, salvo rara excepción no se caracteriza por brindarnos blancas precipitaciones en la que se supone es la estación más albina del año. Como por ahora no hay atisbo de cambio, y ni tan siquiera la escasa barba canosa que le ha salido al Ocejón logra paliar esta necesidad, me veo obligado a sumergirme en la añoranza de las nieves del Japón, que en su momento tanto deseé y a la larga tanto acabe odiando; aunque en el recuerdo tengo la ventaja de quedar exento del crudo frío, disfrutando más y mejor de las imágenes que aventura mi memoria.

Hemos de situarnos en el centro del país, al norte de la ciudad de Nagoya, en la región conocida como los Alpes Nipones, que buen honor hacen de tal apelativo. Perdidas entre las montañas, varias villas aún sobreviven al paso de los siglos tal y como fueron concebidas, salvo por los pequeños cambios que la modernización trae consigo, pero ya sabemos como funciona esto. Días antes de mi visita estaba timorato por el estado de la carretera para llegar, pero el miedo era infundado; en la región se preocupan especialmente de mantenerlas bien despejadas. Desde Takayama (magnífica villa cuyo relato os adeudo) subimos al autobús rumbo a un mundo que prometía ser de ensueño, empezando por el propio viaje en sí.


Al llegar, un manto blanco lo envolvía todo, despuntando por encima los elevados tejados de paja de las gassho-Zukuri (nombre típico que se da a las casas), de los que colgaban cientos de heladas estalactitas. Nos dejamos llevar entre los caminos excavados, con la buena escolta que representa el tener casi dos metros de nieve a cada lado y el juego que da. Al entrar a una casa, respetuosos con la tradición, debíamos dejar los zapatos fuera. En lugar de caminar sobre madera parece que lo hacíamos sobre cristales, siendo un buen ejemplo para usar la vieja frase de "dolor por placer". Cada hogar era fiel reflejo de espíritu rural, contando con los elementos que un día dieron de comer a los que habitaron en ellos. Desde criaderos de gusanos de seda, elementos de forja y labranza, vestuarios enteros de paja (chubasquero incluido), agujeros para la hoguera con sus cazos correspondientes y hasta el fuego encendido, corrales, dormitorios. Todo para nuestro goce y disfrute. Además, como todo buen pueblo, tiene sus respectivos templos y salones comunales.


Allá donde posara la vista el corazón me daba un salto, no acostumbrado a una dosis tan alta y continua de belleza. En otras estaciones su aspecto será radicalmente distinto, pero en mi caso ese vestido blanco le encajaba a la perfección. Todo un paraíso rural al servicio de los sentidos.

Desde mi intención de conocer las costumbres del país a fondo debo confesar que me superó. Jamás habría sido capaz de imaginar el detalle y cariño depositados en cada estructura, con la naturaleza endulzando la mezcla como pocas veces había visto. Fue uno de los mejores momentos de todo el viaje, hasta el punto de que la llama de la ilusión (y unos buenos fideos calientes) me hicieron sentir algo menos aquel terrible frío que hoy recuerdo con tanto cariño.







2 comentarios :

  1. Enhrabuena! Yo estuve en Shirakawa hace 6 años, y pasé más frío q un tonto (20 bajo cero) pero lo recuerdo con cariño..

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  2. Hola Pedro, bienvenido! si hay algo que no olvidaré de Shirakawa es justamente el frio, y eso que ha nosotros dentro de todo nos hizo buen día... aunque pese a cualquier condición climatológica creo que es difícil no recordar con cariño esta pequeña villa

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